martes, 4 de diciembre de 2012

A un difunto desconocido - Novela

En la insomne madrugada de Ferrero, comisario de Santa Paula, una llamada telefónica irrumpe su mansa tranquilidad gastada sobre el heredado álbum filatélico. El agente Vázquez lo reclama en la plaza para informarle del extraño homicidio. Un muchacho muerto por un balazo. El procedimiento policial se inicia poco antes del amanecer, interrogando a la mujer que descubre el cadáver y avisando al médico forense. A partir de ese momento, la investigación se bifurca hacia un pasado confuso de adopciones ilegales, trampas y encubrimientos que parecen confluir en la media docena de cartas halladas en el dormitorio de la víctima. La inusual correspondencia entre el difunto y una desconocida hembra ya adulta, resquebrajan todas las hipótesis enunciadas hasta vislumbrar la existencia de un hombre, Ambrosio, cuya infame actividad en el pasado transformará el presente en un temeroso epílogo.

sábado, 13 de octubre de 2012

Un viaje al pasado

Cuando supe por los diarios que el internado de Palo Santo retornó en calidad de palacio a los Freinstein, evoqué una época que como testigo había presenciado en el hermoso condado sureño. Me llegaron voces y rostros del ayer, todos difusos, enturbiados por la fanática manipulación de los recuerdos. Estimé oportuno, para mi tranquilidad, regresar de nuevo y ver cuánto había de todo lo que podía contar epistolarmente a un amigo, a cualquier interesado en la historia del internado, del condado y su gente. No esperaba, de veras, ser reconocido o encontrarme con los viejos tipos de entonces. El viaje fue largo y en tren, según costumbre, comparando mis recuerdos con aquellos campos y caminos de tierra. Árboles frondosos, el pasto verdeando sin límites en la llanura, los carros de heno tirados por bueyes, las quintas que habrían cambiado de dueño varias veces desde entonces, renovadas por esmero y orgullo, bien cuidadas y recién pintadas del mismo color que yo podía recordar. Ya no estaban, para mi desencanto, aquellos hombres y mujeres a los que saludaba en las mañanas de primavera o verano, la media docena de amigos que frecuentábamos la taberna para el aperitivo o la partida de dominó por las tardes. Algo había cambiado y para siempre en el condado, en las calles que decidieron asfaltar, en el aroma a espliego y lavanda que flotaba en el aire desde la madrugada hasta el anochecer. Caminé por las callejas sin rumbo hasta la anochecida, buscando vestigios imposibles del ayer, tal vez esperanzado en encontrar a alguien que pudiera recordar, como yo, los nombres que habían transitado por Palo Santo y que ahora sólo era posible leer en las lápidas del cementerio, descansando y para siempre en paz.

sábado, 22 de septiembre de 2012

La Torre de Sablones

Luego de almorzar, entre pocillos de café, los vasos mediados de caña y el humo de los pitillos, estuvimos conversando somnolientos del gran proyecto ciudadano. Me decía, sentado frente a mí, con su guardapolvos azuloso, gastado en mangas y codos, un Lavalle onírico y elocuente, inspirado, arriba de los cincuenta, más delgado y desdeñoso que cuando nos conocimos, dos veranos atrás, en Pesebres. Me decía que todo estaba por hacer porque era mucho y en los últimos meses o trienios había vendido pintura, púas, cuerdas y herramientas como para construir un inmenso castillo. Nombró a Márquez, el célebre arquitecto, mediando de nuevo como un director de orquesta para alzar la tan esperada Torre de Sablones. Lavalle creía posible el sueño que todos habíamos visto, en muchos lugares y ocasiones, expuesto en las vidrieras de los negocios, anunciado con un tono de promesa demorada. Mes a mes, los jóvenes universitarios avivaban la idea sobre el terreno destinado al monumento, y yo imaginaba la obra con un algo de recelo e inquietud.

jueves, 13 de septiembre de 2012

Una tarde en Santa Inés

Renata Luisa me telefoneó a media tarde para invitarme a tomar café y conversar. Ella y su esposo, Jacinto Estrada, tan afables, humanos, devotos de San Judas Tadeo, ya viejitos los dos. Llegaron el año de las vísperas, un día feriado, resueltos a abrir la casa de negocio que habían regentado, durante dos décadas y un lustro, en Villa Olivares. El oficio era tradición familiar; el abuelo, otro abuelo, luego el padre y ahora ellos dos. Buscaron un dónde y se instalaron en Santa Inés, frente al Paseo, en un viejo edificio junto a la iglesia. Con letras negras y cursivas anunciaron su existencia en Montemayor: Casa Estrada. Ella y él son violeros, fabrican cítaras, salterios, laúdes, vihuelas, guitarras sarracenas. Afinan el piano y los dos bandoneones del Café Tango en la esquina. Venden cuerdas de violín, viola, violonchelo y contrabajo. Les gusta la música, es evidente; al llegar se escuchan pavanas, bajas danzas, gallardas y zarabandas, todo del Renacimiento. Me muestran su sonrisa desde la ventana y descubro que él fía y ella no, que se quieren desde mucho, que aprendieron a jugar al sexo cuando jóvenes y ahora se contentan con dulces y comedidas caricias. Subo las escaleras con un ramillete de flores y llegamos al salón donde veo la mesita con mantel, el pastel de manzanas que ella hizo después de almorzar, la cafetera y el calentador porque luego tomaremos mate y licor de anís hasta bien entrada la media noche.

Al caer la noche

Bañada por el ocaso otoñal, la ciudad se torna en silencio y ausencia; luces en las ventanas, caras con sueño, melancolías, juegos insípidos de mesa, naipes mugrientos y bostezos que suenan a sollozo y hastío. Eso para unos, los responsables que pagan deudas y facturas, que trabajan con un propósito de ingrata prosperidad. Para otros, en cambio, es el comienzo de las reuniones en boliches subrepticios, locales que aparecen con las estrellas y donde van llegando, con hambre y sin sueño, hombres jóvenes y muchachos. Las sombras los confunden y van resolviendo la dicha a cada paso, avivando las intenciones rijosas que protegen y ocultan con gastados, viejos disimulos forzosos. Las miradas fugaces se suceden entre el humo de los pitillos y las copas, los platos grasientos de comida recalentada, el pincho torcido de las servilletas. Con un tercio de sonrisa el tipo escruta al muchacho, aguarda sin prisas y propone tomar juntos vermú, grapa o caña paraguaya. Sin palabras o con muy pocas arreglan un encuentro y se ultiman el pocillo de café, la primera cerveza entibiándose a un lado de la barra. Un gesto sinuoso y salen juntos, caminando hombro a hombro hasta desvanecerse.

martes, 4 de septiembre de 2012

Francisco Martínez Mirete

Dios, la suerte y el destino quisieron que mi vida se encontrara con la de una persona, un hombre, un profesor, que habría de cambiar mi ánimo y existencia como nunca después lo volvería a hacer nadie. Hablar de don Francisco puede tener un comienzo, a retazos, pero nunca un final. Abrumaba su pasión literaria, contagiosa y tonificante. Sus clases como docente se transformaban en un viaje a través de la Historia para adentrarnos en la antigua Grecia, en la España de Manrique, en la necesaria reforma agraria según Melchor Gaspar de Jovellanos. Nos presentó a Antonio y Manuel Machado, habló sobre Blas de Otero porque admiraba la poesía al margen de los tintes políticos. Recitaba a Dámaso Alonso, su profesor; declamaba parágrafos de Pío Baroja o Miguel de Unamuno, nos contagiaba de Gerardo Diego y Jorge Guillén sin olvidar el contexto donde todo transcurría, exhumando el momento, rehaciéndolo para todos nosotros, alumnos expectantes de su maravillosa oratoria. Conservo una postal de su puño y letra enviada como gesto de cortesía durante el verano de 1974. Yo le hice llegar una deseándole un feliz estío. Pero es absurdo hablar en pretérito cuando para mí continúan siendo presente los nueves años inolvidables que en el colegio Ruiz de Mendoza estuvo cada día como profesor y enseguida como un amigo entrañable. Su ejemplo y hasta su voz siguen ahí, renovándose cada mañana, incansablemente. Esta suerte, por desgracia, muy pocos la tenemos.

El Paseo del Mar

Caminé durante varias noches junto al mar, solo, esperanzado en encontrar una historia entre los pescadores que arribaban a puerto después de faenar con las redes. Dos chalupas se avistaban en la lontananza, los hombres con el chubasquero rojo, verde o amarillo, chupando la cachimba, con barba o sin afeitar. Los más jóvenes iban descalzos, con pantalones de bermudas, tostados por el sol, el pelo duro y largo, ennegrecido, heridas las manos y los brazos por algún chicotazo de las redes. Portaban cañas de pescar al hombro y encendieron una hoguera sobre la arena. Me acerqué risueño y enseguida me invitaron a tomar corvinas asadas. De alguna parte salió una damajuana de vino blanco, muy frío, y estuvimos conversando hasta poco después del amanecer.

domingo, 2 de septiembre de 2012

Entre autores

No existen las coincidencias, y debe ser verdad, pienso. Así y todo nos reunimos, con motivo de la presentación de mi novelita, la grata doña Amelia Moncada Georgiades, presentadora; otra gran poetisa que quiso Dios pudiera conocer aquella tarde, mi admirada Carmen Silza, con su primer poemario en la imprenta, previsto para salir a la luz en octubre; mi buen amigo y escritor Vicente Cuenca Rueda, que organizó generosamente toda la afluencia al evento. Tornamos la presentación en coloquio y ensalzamos a Jorge Manrique, al inmortal Cervantes, al bachiller Fernando de Rojas, al anónimo entrañable autor de El Lazarillo de Tormes. La satisfacción jamás puede explicarse con palabras, pero los allí reunidos tuvimos el gran privilegio de oler el perfume de las letras como pocas veces sucede en esta clase de tareas.

De la mano con Amelia Moncada Georgiades

Hay privilegios inenarrables y este fue uno de esos que nunca se olvidan. Reconozco mi pasión callada por la poesía; soy alumno de la Generación del 27 y siempre lo digo con emoción y humildad. Pero el gozo estribó –y para muchos años, espero– en poder contar con la gratísima presencia de mi gran amiga y admirada poetisa doña Amelia Moncada Georgiades. A bien tuvo, tan honorable señora, leerse mi novela en formato manuscrito y hablar de ella con una admiración abrumadora. Deseo expresar mi gratitud imperecedera a tan encantadora autora de varios poemarios que me atrevo a adjetivar de cautivadores y poderosos.

Firma en el Libro de Honor

Todos los autores que son acogidos en el Museo Ramón Gaya tienen el privilegio de poderle dedicar unas palabras al insigne director. El Libro de Honor es una memoria espléndida de poetas, músicos, pintores, escultores, narradores y artistas de todo tipo que desfilan por este hermoso y entrañable palacete murcí.

Presentación Museo Ramón Gaya


En un grato ambiente ofrecido por el Museo Ramón Gaya, sin poder olvidar que la temperatura era como para un ensayo al infierno, rodeado de poetisas y buenos amigos, tuvo lugar la presentación de esta novela bajo el sello de Osiris. Una tarde muy emotiva. Deseo agradecer a doña Isabela Antón, desde aquí, su solícita amabilidad con los autores murcís que son espléndidamente acogidos en este bello palacete sito en Santa Catalina. Rodeado de las bellas pinturas de nuestro Ramón Gaya (a quien tuve el privilegio de conocer en vida), la presentación transcurrió con amenidad y un encanto inolvidable. Gracias a todos por tan magnífico y entrañable evento.




domingo, 26 de agosto de 2012

La Esperanza

Fueron llegando desde aldeas, pueblos  y comarcas, instalándose para habitar en la gran ciudad soñada. Pronto emprendieron la armoniosa tarea de convivir ya como ciudadanos, reconociendo paso a paso el terreno que pisaban, haciendo suyos los barrios, las casas de negocio que anunciaban su existencia al mundo con rótulos luminosos y carteles de ofertas. Buscaron una vivienda donde poder dormir, comer y prosperar, afianzando su cualidad de personas en cada detalle que fueron agregando a las paredes y ventanas, colocando macetas con plantas y flores para demostrar, sin necesidad de palabras, que añoraban el lugar donde nacieron y habían dejado atrás por el ánimo de la prosperidad, para canjear la tala y el pastoreo, como oficio, por un puesto en Aceros SA, encajándose cada mañana el overol con un ajustado orgullo y esperanza. Obreros de la metalurgia, ahora, la peonada en el astillero, braceros reclamados en el puerto, pescadores y chalupas que se hacían a la mar con la anochecida.

sábado, 25 de agosto de 2012

El ensueño y la ciudad

Barrios que sugieren  la presencia de los primeros personajes, asomando tímidos en atardeceres de primavera u otoño. «Deben llegar –pienso– con las primeras lluvias o antes del calor estival, acarreando esperanzas y un afán de progreso, aunados por las mismas inquietudes que les convierten en rivales.» Pero cada cual viene con su particular proyecto, tal vez esperanzado en poderlo cumplir como un desafío, un reto. Es la razón que les hará sentirse bien y orgullosos, lejos del fracaso y de todo ánimo de renuncia. Así y todo sé, de antemano, que habrá sacrificios no buscados, decepciones, esfuerzos inútiles y recompensas dudosas. Asumo que se verán forzados a entreverar pasiones con arrojos, vilezas cotidianas con la buena voluntad que encuentren después del sueño y las largas noches de gozo y amor.

sábado, 18 de agosto de 2012

El gimnasio en Santa Paula

Bastó con reponer aparatos que fueron a sustituir las sogas, los botes de cemento fraguado unidos por una barra, alquilar un potro y apoyar en las paredes taquillas con candados para los socios que fueron llegando de la nada, después del mísero reclamo publicitario que el pionero pintó en la fachada con letras grandes y rojas. No tuvo nunca un nombre propio y fue bautizado como Gimnasio con tanto acierto como era de suponer. Más tarde le agregaron las dos palabras que completaron su destino, Deportes Atléticos y aquello bastó para atraer a los primeros clientes, una docena de jóvenes que aceptaron la idea y pagaron por usar duchas y taquillas, por obedecer las instrucciones de un monitor aficionado cuya experiencia se basaba en la asiduidad como espectador a los campeonatos olímpicos regionales.

A un difunto desconocido


Era un cuarto espacioso, rectangular, con un amplio ventanal sobre el parque y los árboles insolentes que arrullaban la tarde dentro de la pieza, filtrando el mortecino sol que asomaba su languidez sobre la mesa de madera clara llena de libros y apuntes. Grande, la cama con el edredón blanco y azul, dos cojines de raso, entre la custodia de las dos mesillas con lámpara. El armario empotrado, las puertas con lamas, las pisadas enmudecidas por la moqueta rosada, relimpia; la puerta, estanterías, un equipo de música –dos cajas de altavoces, giradiscos, los elepés pulcros y en orden–, diversos cuadros futuristas de colores alegres enganchados a los rostros imprecisos de payasos, músicos o bailarines.

Historias de Montemayor

Viajé a la ciudad una mañana de otoño. Estuve recorriendo calles, plazas y avenidas, husmeando el aroma que llegaba de los canteros aún con restos del verano. Pronto descubrí a los Dólera, insertados entre el sueño y la mítica inocencia. Carlitos ya contaba dieciséis años; su hermano, con cara de astucia, apenas gastaba los trece. Nada supe entonces, recién conocerlos. Era evidente que debía aguardar sin prisa, mostrándome desinteresado y cortés. Por entonces habitaban en Santa Paula pero ya tenían previsto mudarse a Villa Flores. Entré a un boliche para tomar café y pastas de manteca. Sobre la barra, tentador, estaba el diario La Ciudad y lo alcancé para ojearlo un rato. Las obras en San Carlos ya habían comenzado y el título, Osmudia Sport, era sólo una simple idea entre varias.

domingo, 5 de agosto de 2012

La música

Los sonidos evocan ideas, sueños y personajes. A veces describen las emociones que surgen en una mañana cualquiera, recién despertar y abrir los ojos, atenazados por el nuevo día que empieza tras la ventana. Pero cae la tarde y una brisa fresca renueva las sensaciones, forjando ánimos diversos con aromas de flores lejanas y un perfume del ayer que regresa a la memoria. Quizá no haya un nombre ni ningún rostro, sólo la esencia del tiempo embalsamado cobrando vida propia, alejándose del momento al que pertenece. Y se renueva entre las manos abiertas, impacientes, que descubren el atardecer. Un cielo toronja y violáceo se desvanece entre nubes lechosas y arrugadas. La noche es un preludio lento de armonías suaves y misteriosas.

viernes, 3 de agosto de 2012

Relatos

Miniaturas, al principio, donde el contexto iba diseñándose sin plan alguno. Un personaje camina bajo las luces de la noche, las manos en los bolsillos, mirando sin fe al horizonte otoñal. De golpe llegan algunos recuerdos y la añoranza invade al tipo. Se detiene, inspira aire lentamente, una imagen rescatada del ayer le forja media sonrisa y encoge un hombro. Ella regresa a su pensamiento, con un nombre que musita sin verdadero interés. La evocación comienza a dibujarla con el pelo largo y amarillo, sentada sobre unas rocas, gastando un vestido largo de gasa beige. Tiene los pies desnudos adentro del agua y las olas le van lamiendo la esperanza hasta marchitarla. En su regazo duermen dos flores rojas que acaricia con la punta de los dedos. El viento salobre renueva su ánimo y con media sonrisa se disipa en un horizonte toronja, diluyéndose hasta que desaparece. El tipo empunta los labios y alza la cabeza, descubriendo el cuerno de la luna, cazando estrellas con un ojo. Más allá de la nostalgia está la plaza y su gente, el bullicio de la ciudad, los vehículos que transitan mansos y lentos. El reloj de la iglesia canta la hora. Ya es tarde y el sueño le remueve la boca para bostezar.