sábado, 22 de septiembre de 2012

La Torre de Sablones

Luego de almorzar, entre pocillos de café, los vasos mediados de caña y el humo de los pitillos, estuvimos conversando somnolientos del gran proyecto ciudadano. Me decía, sentado frente a mí, con su guardapolvos azuloso, gastado en mangas y codos, un Lavalle onírico y elocuente, inspirado, arriba de los cincuenta, más delgado y desdeñoso que cuando nos conocimos, dos veranos atrás, en Pesebres. Me decía que todo estaba por hacer porque era mucho y en los últimos meses o trienios había vendido pintura, púas, cuerdas y herramientas como para construir un inmenso castillo. Nombró a Márquez, el célebre arquitecto, mediando de nuevo como un director de orquesta para alzar la tan esperada Torre de Sablones. Lavalle creía posible el sueño que todos habíamos visto, en muchos lugares y ocasiones, expuesto en las vidrieras de los negocios, anunciado con un tono de promesa demorada. Mes a mes, los jóvenes universitarios avivaban la idea sobre el terreno destinado al monumento, y yo imaginaba la obra con un algo de recelo e inquietud.

jueves, 13 de septiembre de 2012

Una tarde en Santa Inés

Renata Luisa me telefoneó a media tarde para invitarme a tomar café y conversar. Ella y su esposo, Jacinto Estrada, tan afables, humanos, devotos de San Judas Tadeo, ya viejitos los dos. Llegaron el año de las vísperas, un día feriado, resueltos a abrir la casa de negocio que habían regentado, durante dos décadas y un lustro, en Villa Olivares. El oficio era tradición familiar; el abuelo, otro abuelo, luego el padre y ahora ellos dos. Buscaron un dónde y se instalaron en Santa Inés, frente al Paseo, en un viejo edificio junto a la iglesia. Con letras negras y cursivas anunciaron su existencia en Montemayor: Casa Estrada. Ella y él son violeros, fabrican cítaras, salterios, laúdes, vihuelas, guitarras sarracenas. Afinan el piano y los dos bandoneones del Café Tango en la esquina. Venden cuerdas de violín, viola, violonchelo y contrabajo. Les gusta la música, es evidente; al llegar se escuchan pavanas, bajas danzas, gallardas y zarabandas, todo del Renacimiento. Me muestran su sonrisa desde la ventana y descubro que él fía y ella no, que se quieren desde mucho, que aprendieron a jugar al sexo cuando jóvenes y ahora se contentan con dulces y comedidas caricias. Subo las escaleras con un ramillete de flores y llegamos al salón donde veo la mesita con mantel, el pastel de manzanas que ella hizo después de almorzar, la cafetera y el calentador porque luego tomaremos mate y licor de anís hasta bien entrada la media noche.

Al caer la noche

Bañada por el ocaso otoñal, la ciudad se torna en silencio y ausencia; luces en las ventanas, caras con sueño, melancolías, juegos insípidos de mesa, naipes mugrientos y bostezos que suenan a sollozo y hastío. Eso para unos, los responsables que pagan deudas y facturas, que trabajan con un propósito de ingrata prosperidad. Para otros, en cambio, es el comienzo de las reuniones en boliches subrepticios, locales que aparecen con las estrellas y donde van llegando, con hambre y sin sueño, hombres jóvenes y muchachos. Las sombras los confunden y van resolviendo la dicha a cada paso, avivando las intenciones rijosas que protegen y ocultan con gastados, viejos disimulos forzosos. Las miradas fugaces se suceden entre el humo de los pitillos y las copas, los platos grasientos de comida recalentada, el pincho torcido de las servilletas. Con un tercio de sonrisa el tipo escruta al muchacho, aguarda sin prisas y propone tomar juntos vermú, grapa o caña paraguaya. Sin palabras o con muy pocas arreglan un encuentro y se ultiman el pocillo de café, la primera cerveza entibiándose a un lado de la barra. Un gesto sinuoso y salen juntos, caminando hombro a hombro hasta desvanecerse.

martes, 4 de septiembre de 2012

Francisco Martínez Mirete

Dios, la suerte y el destino quisieron que mi vida se encontrara con la de una persona, un hombre, un profesor, que habría de cambiar mi ánimo y existencia como nunca después lo volvería a hacer nadie. Hablar de don Francisco puede tener un comienzo, a retazos, pero nunca un final. Abrumaba su pasión literaria, contagiosa y tonificante. Sus clases como docente se transformaban en un viaje a través de la Historia para adentrarnos en la antigua Grecia, en la España de Manrique, en la necesaria reforma agraria según Melchor Gaspar de Jovellanos. Nos presentó a Antonio y Manuel Machado, habló sobre Blas de Otero porque admiraba la poesía al margen de los tintes políticos. Recitaba a Dámaso Alonso, su profesor; declamaba parágrafos de Pío Baroja o Miguel de Unamuno, nos contagiaba de Gerardo Diego y Jorge Guillén sin olvidar el contexto donde todo transcurría, exhumando el momento, rehaciéndolo para todos nosotros, alumnos expectantes de su maravillosa oratoria. Conservo una postal de su puño y letra enviada como gesto de cortesía durante el verano de 1974. Yo le hice llegar una deseándole un feliz estío. Pero es absurdo hablar en pretérito cuando para mí continúan siendo presente los nueves años inolvidables que en el colegio Ruiz de Mendoza estuvo cada día como profesor y enseguida como un amigo entrañable. Su ejemplo y hasta su voz siguen ahí, renovándose cada mañana, incansablemente. Esta suerte, por desgracia, muy pocos la tenemos.

El Paseo del Mar

Caminé durante varias noches junto al mar, solo, esperanzado en encontrar una historia entre los pescadores que arribaban a puerto después de faenar con las redes. Dos chalupas se avistaban en la lontananza, los hombres con el chubasquero rojo, verde o amarillo, chupando la cachimba, con barba o sin afeitar. Los más jóvenes iban descalzos, con pantalones de bermudas, tostados por el sol, el pelo duro y largo, ennegrecido, heridas las manos y los brazos por algún chicotazo de las redes. Portaban cañas de pescar al hombro y encendieron una hoguera sobre la arena. Me acerqué risueño y enseguida me invitaron a tomar corvinas asadas. De alguna parte salió una damajuana de vino blanco, muy frío, y estuvimos conversando hasta poco después del amanecer.

domingo, 2 de septiembre de 2012

Entre autores

No existen las coincidencias, y debe ser verdad, pienso. Así y todo nos reunimos, con motivo de la presentación de mi novelita, la grata doña Amelia Moncada Georgiades, presentadora; otra gran poetisa que quiso Dios pudiera conocer aquella tarde, mi admirada Carmen Silza, con su primer poemario en la imprenta, previsto para salir a la luz en octubre; mi buen amigo y escritor Vicente Cuenca Rueda, que organizó generosamente toda la afluencia al evento. Tornamos la presentación en coloquio y ensalzamos a Jorge Manrique, al inmortal Cervantes, al bachiller Fernando de Rojas, al anónimo entrañable autor de El Lazarillo de Tormes. La satisfacción jamás puede explicarse con palabras, pero los allí reunidos tuvimos el gran privilegio de oler el perfume de las letras como pocas veces sucede en esta clase de tareas.

De la mano con Amelia Moncada Georgiades

Hay privilegios inenarrables y este fue uno de esos que nunca se olvidan. Reconozco mi pasión callada por la poesía; soy alumno de la Generación del 27 y siempre lo digo con emoción y humildad. Pero el gozo estribó –y para muchos años, espero– en poder contar con la gratísima presencia de mi gran amiga y admirada poetisa doña Amelia Moncada Georgiades. A bien tuvo, tan honorable señora, leerse mi novela en formato manuscrito y hablar de ella con una admiración abrumadora. Deseo expresar mi gratitud imperecedera a tan encantadora autora de varios poemarios que me atrevo a adjetivar de cautivadores y poderosos.

Firma en el Libro de Honor

Todos los autores que son acogidos en el Museo Ramón Gaya tienen el privilegio de poderle dedicar unas palabras al insigne director. El Libro de Honor es una memoria espléndida de poetas, músicos, pintores, escultores, narradores y artistas de todo tipo que desfilan por este hermoso y entrañable palacete murcí.

Presentación Museo Ramón Gaya


En un grato ambiente ofrecido por el Museo Ramón Gaya, sin poder olvidar que la temperatura era como para un ensayo al infierno, rodeado de poetisas y buenos amigos, tuvo lugar la presentación de esta novela bajo el sello de Osiris. Una tarde muy emotiva. Deseo agradecer a doña Isabela Antón, desde aquí, su solícita amabilidad con los autores murcís que son espléndidamente acogidos en este bello palacete sito en Santa Catalina. Rodeado de las bellas pinturas de nuestro Ramón Gaya (a quien tuve el privilegio de conocer en vida), la presentación transcurrió con amenidad y un encanto inolvidable. Gracias a todos por tan magnífico y entrañable evento.