sábado, 13 de octubre de 2012

Un viaje al pasado

Cuando supe por los diarios que el internado de Palo Santo retornó en calidad de palacio a los Freinstein, evoqué una época que como testigo había presenciado en el hermoso condado sureño. Me llegaron voces y rostros del ayer, todos difusos, enturbiados por la fanática manipulación de los recuerdos. Estimé oportuno, para mi tranquilidad, regresar de nuevo y ver cuánto había de todo lo que podía contar epistolarmente a un amigo, a cualquier interesado en la historia del internado, del condado y su gente. No esperaba, de veras, ser reconocido o encontrarme con los viejos tipos de entonces. El viaje fue largo y en tren, según costumbre, comparando mis recuerdos con aquellos campos y caminos de tierra. Árboles frondosos, el pasto verdeando sin límites en la llanura, los carros de heno tirados por bueyes, las quintas que habrían cambiado de dueño varias veces desde entonces, renovadas por esmero y orgullo, bien cuidadas y recién pintadas del mismo color que yo podía recordar. Ya no estaban, para mi desencanto, aquellos hombres y mujeres a los que saludaba en las mañanas de primavera o verano, la media docena de amigos que frecuentábamos la taberna para el aperitivo o la partida de dominó por las tardes. Algo había cambiado y para siempre en el condado, en las calles que decidieron asfaltar, en el aroma a espliego y lavanda que flotaba en el aire desde la madrugada hasta el anochecer. Caminé por las callejas sin rumbo hasta la anochecida, buscando vestigios imposibles del ayer, tal vez esperanzado en encontrar a alguien que pudiera recordar, como yo, los nombres que habían transitado por Palo Santo y que ahora sólo era posible leer en las lápidas del cementerio, descansando y para siempre en paz.