miércoles, 3 de febrero de 2016

Nunca fuimos a Lobezna


Desde su oclusivo prisma adolescente y como miembro de la familia Cervera, Alberto nos sumerge sin desánimo ni acritud en los hirientes vaivenes que sufre su padre, un milico desahuciado intentando sobrevivir sin renegar de su absurdo e inútil orgullo castrense. Amparado, con ácidas reticencias, por sus dos hermanas mayores, comienza a establecer una esfumada radiografía del contexto que vive en primera persona. Esa atmósfera asfixiante y sombría, empero, se ve renovada con la aparición espectral del vaticinado novio para la mayor de sus consanguíneas. Reflexivo y astuto, el joven muchachito se irá desgranando entre la fantasía y una realidad ciega y turbadora, quedando atrapado, ya para siempre, en ese páramo sin límites ni horizontes donde habrá de anhelar, desde el amorfo presente, un pasado tan dudoso como su particular y azaroso mañana