jueves, 13 de septiembre de 2012

Al caer la noche

Bañada por el ocaso otoñal, la ciudad se torna en silencio y ausencia; luces en las ventanas, caras con sueño, melancolías, juegos insípidos de mesa, naipes mugrientos y bostezos que suenan a sollozo y hastío. Eso para unos, los responsables que pagan deudas y facturas, que trabajan con un propósito de ingrata prosperidad. Para otros, en cambio, es el comienzo de las reuniones en boliches subrepticios, locales que aparecen con las estrellas y donde van llegando, con hambre y sin sueño, hombres jóvenes y muchachos. Las sombras los confunden y van resolviendo la dicha a cada paso, avivando las intenciones rijosas que protegen y ocultan con gastados, viejos disimulos forzosos. Las miradas fugaces se suceden entre el humo de los pitillos y las copas, los platos grasientos de comida recalentada, el pincho torcido de las servilletas. Con un tercio de sonrisa el tipo escruta al muchacho, aguarda sin prisas y propone tomar juntos vermú, grapa o caña paraguaya. Sin palabras o con muy pocas arreglan un encuentro y se ultiman el pocillo de café, la primera cerveza entibiándose a un lado de la barra. Un gesto sinuoso y salen juntos, caminando hombro a hombro hasta desvanecerse.

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