sábado, 22 de septiembre de 2012

La Torre de Sablones

Luego de almorzar, entre pocillos de café, los vasos mediados de caña y el humo de los pitillos, estuvimos conversando somnolientos del gran proyecto ciudadano. Me decía, sentado frente a mí, con su guardapolvos azuloso, gastado en mangas y codos, un Lavalle onírico y elocuente, inspirado, arriba de los cincuenta, más delgado y desdeñoso que cuando nos conocimos, dos veranos atrás, en Pesebres. Me decía que todo estaba por hacer porque era mucho y en los últimos meses o trienios había vendido pintura, púas, cuerdas y herramientas como para construir un inmenso castillo. Nombró a Márquez, el célebre arquitecto, mediando de nuevo como un director de orquesta para alzar la tan esperada Torre de Sablones. Lavalle creía posible el sueño que todos habíamos visto, en muchos lugares y ocasiones, expuesto en las vidrieras de los negocios, anunciado con un tono de promesa demorada. Mes a mes, los jóvenes universitarios avivaban la idea sobre el terreno destinado al monumento, y yo imaginaba la obra con un algo de recelo e inquietud.

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