martes, 4 de septiembre de 2012

Francisco Martínez Mirete

Dios, la suerte y el destino quisieron que mi vida se encontrara con la de una persona, un hombre, un profesor, que habría de cambiar mi ánimo y existencia como nunca después lo volvería a hacer nadie. Hablar de don Francisco puede tener un comienzo, a retazos, pero nunca un final. Abrumaba su pasión literaria, contagiosa y tonificante. Sus clases como docente se transformaban en un viaje a través de la Historia para adentrarnos en la antigua Grecia, en la España de Manrique, en la necesaria reforma agraria según Melchor Gaspar de Jovellanos. Nos presentó a Antonio y Manuel Machado, habló sobre Blas de Otero porque admiraba la poesía al margen de los tintes políticos. Recitaba a Dámaso Alonso, su profesor; declamaba parágrafos de Pío Baroja o Miguel de Unamuno, nos contagiaba de Gerardo Diego y Jorge Guillén sin olvidar el contexto donde todo transcurría, exhumando el momento, rehaciéndolo para todos nosotros, alumnos expectantes de su maravillosa oratoria. Conservo una postal de su puño y letra enviada como gesto de cortesía durante el verano de 1974. Yo le hice llegar una deseándole un feliz estío. Pero es absurdo hablar en pretérito cuando para mí continúan siendo presente los nueves años inolvidables que en el colegio Ruiz de Mendoza estuvo cada día como profesor y enseguida como un amigo entrañable. Su ejemplo y hasta su voz siguen ahí, renovándose cada mañana, incansablemente. Esta suerte, por desgracia, muy pocos la tenemos.

No hay comentarios:

Publicar un comentario